jueves, 22 de octubre de 2009

EL FULBITO

La vereda de Eduardo es el estadio ideal para el dos contra dos, si no fuera por el vecino... Se dice que era policía antes. Los bigotes ya, meten miedo. Él pasaba caminando y la cuadra entera enmudecida, el aire se congelaba y nuestros cuerpos se volvían estatuas inertes, en el exacto lugar en que estábamos. Entraba a su casa y la cancha encendía las luces nuevamente, los gritos se oía de nuevo, como si nunca se hubieran ido: ¡Toca, toca morfón!... Pelota aérea, un gol de cabeza me convertiría en el héroe de la tarde... Pero no, maldita desgracia la mía. Ocurrió lo peor, aquello de solo imaginarlo nos erizaba la piel... La pelota golpeó el filo de la pared, se elevó, como un pensamiento caprichoso, y se metió de lleno en la casa del vecino... ¡Dios! ¿Porqué a mí? ¿Por qué justo en esta casa? ¿Qué extraño destino macabro había empujado la pelota hasta la casa del mismo engendro del mal?
Terror. No existe otro sentimiento. Las miradas fijas en la pared donde hacia un segundo la pelota había desaparecido, llevándose con ella toda nuestra vida... O peor aún porque seguíamos vivos, deseando no estar en este lugar. Era como si de repente un gigante nos hubiera alzado con la mano y nos metiera en una jaula con diez leones hambrientos. Vacío, profundo vacío en él estomago. Yo buscaba algún reparo en los ojos de mis amigos. Solo encontré espanto y angustia. Silencio ensordecedor. Cada segundo duraba un año y nosotros parados, estupefactos. ¡Anda vos! Me dijo Eduardo, queriendo ser convincente. Claro, era lo que correspondía y en ese momento pensé porque lo que corresponde no se condice nunca con lo que realmente tenemos ganas de hacer. Sin pensar más, junté el escaso valor que me quedaba y golpee la puerta. Tuve que contener mis piernas que querían salir corriendo. Sentía cada latido de mi corazón retumbando en la cabeza. De repente escuché un ruido detrás de mí. Cuando gire sobre mis pies, me encontré con el cuadro más espantoso que en mis nueve años había visto. La pelota absolutamente desgarrada por un tajo que la atravesaba de lado a lado. Había volado por encima de la puerta y quedó allí, muerta literalmente en el piso. Estaba hecha un trapo. Me acerque todavía temblando, la levanté entre las manos. La observé un rato. Miré a mis tres amigos que estaban entumecidos, como si alguien les hubiera robado el alma, en ese instante comprendí que aquel hombre no era malo. Era el mismísimo diablo sobre la tierra.


Yiyo Moreno

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